Los cañones del Drakkar Ymir rugieron una vez más, descargando toda su artillería sobre el puerto de Vyazliv. La ciudad portuaria hacía varios años ya que era propiedad de la Inquisición y una de sus rutas comerciales más prolíficas, por lo que era consciente de que su ataque debilitaría al puño divino. Además, pensó mientras viajaban hasta allí, saquear sus reservas sería mucho más provechoso que atracar cualquier barco mercante. No era habitual que los piratas –y menos aún uno de su rango– se implicaran directamente en ataques contra la Inquisición, pero estos habían tocado a sus chicos y eso era algo que Alewar no toleraba: nadie ponía un dedo en sus tripulaciones sin sufrir la ira del oso.
–¡Cañones preparados de nuevo, capitán! –gritó uno de sus hombres, asomándose a la cubierta y mirando impaciente a su capitán.
–¡Abrid fuego! –rugió Alewar, sin moverse un ápice de su posición y manteniendo la enorme sonrisa en sus labios. Allí, de pie en el castillo, con la enorme capa de piel de oso que cubría su torso desnudo estaba más imponente de lo normal. El ruido de los cañones siempre lo ponía de buen humor, era la música que conseguía reavivar la sangre del oso, la que activaba la adrenalina que corría por su cuerpo. Una descarga más de los cañones y podrían bajar a tierra.
–¡Abrid fuego! –gritó entonces su tripulante, Vlad, volviendo a perderse en el interior del barco. Apenas unos segundos después, el drakkar descargó una nueva oleada de cañonazos que sembraron el caos en el puerto y las calles aledañas. Desde allí casi podía escuchar los gritos de horror de los soldados, inútiles ante la artillería del enorme navío. Algunos establecimientos empezaban a ser pasto de las llamas y otros eran saqueados por los propios habitantes de la ciudad, quienes se arriesgaban a morir por conseguir algo de comida fresca para su familia.
En ese momento un halcón blanco se acercó volando hacia él, descendiendo a la cubierta mientras dibujaba círculos en el aire. Y en cuanto estuvo a la altura adecuada, el precioso halcón blanco empezó a cambiar su forma, convirtiéndose en la preciosa y jovial muchacha que era Eitlim. Alewar se giró hacia ella para observarla con su único ojo, percibiendo sin mucho esfuerzo que la joven pajarita estaba feliz de poder volver a sobrevolar el cielo que la vio nacer, el mismo del que tuvo que huir cuando apenas era una niña.
–¿Y bien? –preguntó él mientras se deleitaba con los estiramientos de la pajarita que, lejos de sentirse avergonzada de su desnudez, se exhibía sin pudor, mostrando las preciosas y suaves plumas que ya eras perennes en ella que cubrían parte de su piel como si fuera un improvisado traje. Pocas veces había visto personas con sus mismas capacidades capaces de mantener parte de su ser animal a la vista aun permaneciendo en forma humana. Por mucho que fuese despistada o demasiado inocente, Eitlim tenía unas capacidades mágicas muy superiores a las de sus compañeros.
–¡Los he visto, capi! –exclamó cuando el vozarrón de su capitán llamó su atención, sonriendo–. Están en unas celdas en la plaza y los custodian unos soldados un poco delgados de más. ¿Comerán bien? Porque aquí hay buena comida, pero creo que sus jefes son malos y no les dan la que deberían. ¿Crees que por eso han secuestrado a Tati y a los suyos? Jolín, pero si Tati cocina fatal, yo no quiero volver a comer nada que haga ella. –Se quedó un instante callada y acabó por agarrarle de la ropa, mirándolo con los ojos muy abiertos–. No me harás comer nada suyo, ¿verdad?
Alewar soltó una sonora carcajada y posó su enorme mano sobre el blanco cabello de su tripulante, deleitándose con el cosquilleo que provocaba el roce de las plumas que se perdían entre sus cabellos.
–¡Prefiero una patada en los huevos a comer lo que cocine! –exclamó, soltando una sonora carcajada que hizo a Eitlim reír también–. Pero vamos a sacarla de allí. –Alewar se giró entonces hacia sus hombres, dejando que Eitlim volviese a tomar su forma de halcón para guiarlos, y alzó su potente voz–. ¡Vamos a bajar a tierra y a demostrarles que nadie toca a los hijos del mar!
Como una manada de lobos, todos alzaron la voz, vitoreando a su capitán con las armas en alto, sedientos de la sangre de sus enemigos, de aquellos que les habían arrebatado su hogar.
***
La ciudad portuaria de Vyazliv era un auténtico caos. Los establecimientos cercanos al puerto no solo estaban ya totalmente saqueados y destrozados, sino que la mayor parte estaban siendo devorados por las llamas, probablemente provocadas por los propios soldados para intentar asustar a los piratas. Eso hizo reír a Alewar, que pasó por entre los edificios sin apenas inmutarse. Los soldados de la Inquisición nunca parecían pensar en sus habitantes, ni en lo mucho que perderían las pobres familias que subsistían de sus trabajos en el puerto. ¿Esa era su ley divina? ¿Enriquecerse a costa de los pobres habitantes que malvivían con lo poco que les quedaba después de pagar los impuestos inquisitoriales? ¿Destrozar sus pocas pertenencias para salvar sus aseados culos? No pudo evitar soltar un gruñido, arrancando partes de una carcomida viga, la cual enarboló como su fuese el arma más poderosa del mundo. Sus hombres, unos pasos por delante de él y siguiendo la estela de Eitlim, se enfrentaban a los pobres ilusos que creían que podrían vencer a los hombres del rey de los mares del norte. La tripulación del Drakkar Ymir era famosa por la fiereza de sus luchadores, por lo salvajes que eran. Todo el mundo sabía que nadie heredaba el puesto que ostentaba Alewar, el de miembro de La hermandad, por línea de sangre sino derramando la del miembro anterior. Bien lo sabía él, que no solo había conseguido su puesto a los veinte años sino que había sesgado más vidas de las que le hubiera gustado en esos últimos veinte años. Nadie había conseguido vencerlo.
Un par de soldados, desesperados, salieron de una de las calles laterales cortándole el paso. Llevaban sus armas en alto, dispuestos a acabar con el oso. No sabía si se habían lanzado a por él por intentar hacer algo o porque de verdad pensaban que podrían tumbarle entre los dos, pero en cuanto uno de ellos, el primero en llegar, lanzó un espadazo contra él, Alewar lo detuvo con el enorme trozo de madera, provocando que la espada quedase bien clavada en la madera. Y antes de que el pobre iluso pudiera hacer nada, tiró con fuerza, arrebatándole su arma, y aprovechando el tirón para golpear con el mismo madero al segundo, que intentaba aprovechar el despiste para herirlo. El soldado recibió de lleno el golpe del capitán, saliendo despedido varios metros hacia atrás, posiblemente con heridas internas bastante graves. El otro, asustado, se quedó inmóvil donde estaba, observando a su pobre compañero que yacía en el suelo. Cuando Alewar se giró hacia él con una sonrisa maliciosa, el pobre soldado dio un respingo y comenzó a temblar, dando pequeños pasos hacia atrás. Pero el oso acortaba las distancias con cada zancada, lo que parecía atemorizar más aún al pobre muchacho. Podía oler su miedo por encima de la madera quemada y la pólvora. Estaba tan asustado que, pensó Alewar, seguro que estaba a punto de desmayarse.
–¡Bu! –El soldado, que no se esperaba aquello, pegó un grito, asustado, y salió corriendo, como si la voz del capitán hubiera activado algún tipo de resorte en su cuerpo. Eso le hizo reír a carcajadas. El pobre soldado no sabía con quiénes se había metido.
Miró al cielo al escuchar el chillido del halcón, el cual marcaba con sus giros la posición de la plaza. Bien, estaban cerca. Agarró con fuerza el trozo de madera que había arrancado y apretó el paso, alcanzando a sus hombres de apenas tres zancadas y dejándolo atrás en pocos segundos. Iba a recuperarlos a todos, a ella la primera. No la sacó de entre los escombros de aquel poblado cuando era una niña para verla morir allí entre…
Se quedó parado, cortando el hilo de sus pensamientos, al llegar a la plaza principal de la ciudad. En el centro se levantada un enorme cadalso sobre el cual ajusticiarían a los piratas. O eso pensaba. Y a pocos metros estaba estacionado un carro con una enorme celda de endeble metal que en esos momentos no so0lo estaba vacía, sino prácticamente destrozada. Y en medio de la plaza, reduciendo a los mismos que habían intentado acabar con ellos, estaban sus hombres, aún atados de pies y manos, pero luchando con maestría contra los pobres soldados –todos ellos más jóvenes de lo que hubiera pensado– que intentaban detenerlos.
–¡Capitán! –Esa voz era inconfundible para él. Tan firme, tan fría, son apenas cadencia, pero tan reconfortante para él. Tatiana lo había visto y estaba entera, de una pieza. Su corto cabello rubio estaba enmarañado y sucio, y apenas llevaba una ajada camisa y unas calzas que le quedaban estrechas. Con unas llaves en la mano y arrastrando las cadenas con las que la habían atado, se acercó hacia él–. No tenías por qué venir.
–¿Y perderme la diversión? –preguntó él, con una carcajada, mientras le quitaba de las manos las llaves para librarla de sus ataduras.
–Nos dejamos atrapar. –Ni siquiera había hecho falta que preguntara. Tatiana lo conocía demasiado bien y siempre se adelantaba a sus movimientos–. La resistencia en las montañas al norte de Minsk está cayendo y queríamos ayudar.
–Y os dejasteis atrapar para atacar desde dentro. –Ella asintió, moviendo las muñecas, ya libres, y dejando escapar un suspiro–. Podrías haber avisado.
–Había un topo en nuestro barco, por eso nos pillaron. Fui descuidada.
Cuando ella agachó la cabeza, él sonrió y le dio una buena palmada en la espalda que la hizo desplazarse un par de pasos. Tatiana se había con vertido en toda una mujer, ya rozaba la treintena, –¿O quizá la superaba? Nunca se lo había preguntado– y medía casi dos metros. Sus curvas se habían desarrollado a la perfección, eran voluptuosas, y su fuerza crecía cada día. Sabía que ella sería la única capaz de vencerlo algún día, pero también era consciente de que jamás levantaría un arma contra él.
–¿Sabes quién es? –Ella asintió, mirando hacia el centro de la plaza, donde sus hombres, con la ayuda de los de su capitán, ataban y amordazaban a los pobres soldados. Entre ellos destacaba un hombre de unos cuarenta años, de cabello rubio, barba poblada y expresión aterrada.
–Por eso se adelantaban a mis movimientos. Se comunicaba con uno de los Alguaciles de Minks –explicó ella, quitándole las llaves de las manos a su capitán y lanzándoselas a su segundo, el cual comenzó a liberar a todos los demás.
–Ya sabes lo que hacer.
–Se lo daré de comer al kraken –contestó ella, girándose hacia Alewar–. Nos asentaremos aquí y ayudaremos a la resistencia. Haremos presión.
–¿Vas a luchar por recuperar nuestra tierra? –Tatiana, por primera vez, esbozó una media sonrisa como respuesta y él asintió. No iba a dejar el mar, por supuesto, y sabía que Tatiana tampoco, pero si con el tiempo recuperaban su tierra, aquellos que habían sido desterrados por hacer magia, los que se ocultaban y los descendientes de los que habían sido asesinados por la injusta mano de la Inquisición, podrían vivir en paz en Varya. Alewar asintió, firmemente, y miró hacia sus piratas, alzando la voz entonces–. ¡Llevad a esa escoria a los barcos! ¡Veamos cuan fuerte es su voluntad y su fe en la Inquisición!
Tatiana, que se había colocado a su lado, carraspeó para alzar la voz también. Los hombres de su capitán ya habían comenzado a moverse, llevándose consigo a los soldados atrapados, mientras que los suyos permanecían a la espera de nuevas órdenes.
–Vosotros ayudad a las gentes de la ciudad –ordenó, en una voz más baja pero no menos firme que la de Alewar–. Asaltad los edificios oficiales de la Inquisición y repartid las riquezas, apartando algo para nosotros. Comencemos aquí, en el sur, la resistencia contra el régimen de la Inquisición, golpeemos con puño de hierro sus defensas. Es hora de recuperar lo que nos pertenece.
***
Alewar se introdujo un poco más en la tina de agua, dejando que esta arrancara la suciedad de su cuerpo y que el vapor se llevara sus pensamientos. Al llegar al barco le estaba esperando uno de los hombres de la Araña de Venettia con una carta en la que se convocaba a La Hermandad en Isla Rubí. Por lo visto había llegado el momento de unirse bajo una misma bandera. «Ese Alastair siempre tocando los cojones», pensó mientras resoplaba. Porque todo aquello olía a dragón desde Varya. Reunir a La Hermandad no era nada nuevo, de hecho se llevaban bien entre ellos, pero poner en juego algo tan jugoso como ser el capitán de los siete mares… eran palabras mayores. Muchos de ellos, estaba seguro, venderían a sus madres por ostentar el puesto.
Sacudió la cabeza y se estiró largamente, haciendo crujir cada uno de sus huesos antes de escuchar la puerta de su camarote cerrándose. Arqueó ambas cejas, a la espera de que alguien cruzara la puerta del pequeño aseo para interrumpirle, pero no fue así. Molesto porque le habían roto la burbuja en la que estaba sumido, salió de la enorme tina –la cual ocupaba casi por completo la pequeña estancia debido al enorme tamaño del capitán−, se escurrió la larga melena rubia, se colocó una tosca toalla alrededor de la cintura y, tras ponerse el trozo de cuero que utilizaba a modo de parche, salió hacia su camarote. Allí no había nadie. Paseó la mirada por la habitación hasta dar, sobre la cama, con un objeto que él no había dejado allí. Y entonces sonrió. Se acercó, alargó la mano y cogió la sencilla prenda de cuero y pelo de animal que reposaba sobre la misma. Sí, esa prenda solo podía ser de Tatiana. Así que lo citaba en su habitación. Su sonrisa se ensanchó. Tatiana era seria y normalmente se mostraba fría, pero hacía ya varios años que se había forjado entre ambos una especie de relación no confirmada en la que los dos capitanes disfrutaban, sin compromiso, de las mieles del otro. Y las de Tatiana eran sencillamente deliciosas.
A sabiendas de lo que le esperaba, salió tal cual estaba del camarote, cruzando el pasillo para llegar al que habían habilitado para la capitana y llamó un par de veces a la puerta. En cuanto la muchacha abrió la puerta, Alewar alzó la prenda, pequeña en sus manos, ante los ojos de la que algún día lo superaría.
−Has venido –dijo ella, alargando la mano para coger su prenda. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera rozarla con los dedos, Alewar la tomó de la muñeca y tiró de ella con firmeza, acercándola a su cuerpo a la par que se reclinaba sobre su rostro, perdiéndose unos segundos en sus cristalinos ojos, tan claros y brillantes que eran como dos piedras preciosas.
−¿Y perderme la oportunidad de echarte la zarpa? Me conoces poco, pequeña –gruñó, sin soltarla, mientras entraba con ella a la habitación, obligándola a dar un par de pasos hacia atrás. Pudo ver un atisbo de sonrisa en sus labios, lo que le hizo soltar una pequeña risa antes de reclinarse a besar sus labios con pasión. Bebió de sus labios como si llevara días sin probar una gota de agua, disfrutando de su suavidad, de la calidez de su boca y de las ansias con las que ella misma buscaba su lengua. Tatiana, deseosa de sentir a su enorme capitán contra su cuerpo, alzó el brazo libre para rodear su cuello y enredar los dedos entre sus húmedos cabellos, lo que le dio pie a él para, con el otro brazo, rodearla por la cintura y alzarla sin problemas, girando para apoyarla de golpe contra la pared mientras ella rodeaba su cadera con las piernas.
Un gemido, que se perdió entre sus besos, brotó de los labios de la capitana cuando sintió el gran e inhiesto miembro de Alewar contra su sexo, provocando que un escalofrío recorriese cada fibra de su cuerpo. Sus labios se separaron lo suficiente como para mirarse a los ojos, justo un segundo antes de que él embistiera de nuevo, haciéndola nuevamente partícipe del estado en el que se encontraba. Al capitán le encantaba mirar sus ojos cuando gemía, la forma en la que sus labios se abrían para hacer brotar el cántico de sirenas que lo volvía loco. Quería escucharla gemir su nombre, quería ver su rostro iluminado por el placer. Eso hizo que volviera a embestir, por el mero placer de ver sus ojos iluminarse, deseosos de más placer. Él soltó su muñeca, liberándola por fin. Y manteniéndola en vilo entre su cuerpo y la pared, se acercó a besar su cuello, mordisqueándolo con pasión, a la vez que abría de golpe la camisa que llevaba ella como única prenda, haciendo saltar todos los botones y dejando a la vista el resto de su piel.
−Ale… −susurró ella, entre gemidos, disfrutando de los labios y las manos del capitán recorriendo su cuerpo. Sus labios recorrieron su escote hasta sus pechos, los cuales lamió y mordisqueó para su deleite hasta dejarlos rojos. Su corazón se había acelerado y latía con tanta fuerza que parecía que fuera a salirse de su cuerpo. Alewar siempre conseguía ponerla cardíaca. Una nueva embestida la hizo gemir por enésima vez y, harta de sentir la tosca tela entre sus cuerpos, bajó una de sus manos para arrancársela de golpe, sintiendo la calidez de su miembro contra su humedad. Entonces le escuchó reír.
−¿Tanta prisa tienes, cachorrita?
Ella no contestó, sino que le agarró del pelo con la mano, obligándolo a mirarla a los ojos, y besó sus labios con más pasión que antes, mordisqueándoselos con deseo. Una nueva risa del capitán se perdió allí a la vez que sintió el miembro del capitán dar un respingo. Se estaba haciendo desear y eso la volvía loca. E iba a quejarse por fin, segundos después cuando, justo al separar sus labios, de un certero movimiento el capitán la penetró, soltando un gruñido y provocando que ella soltara un jadeo tan fuerte que hasta la hizo sonrojar. Apenas le dio tiempo a pensar en ello porque Alewar volvió a arremeter contra ella una y otra vez. Sentía la fría pared de madera contra su espalda y el fuerte e hinchado cuerpo de su capitán contra su pecho. Cada embestida del capitán, fuerte y contundente, era un jadeo que se le escapaba de los labios a Tatiana, tentando aún más al oso. Ella quería sentirle, él quería escucharla gritar. Y cuando unos minutos después ella se dejó ir, temblando entre sus brazos, él aprovechó para besar sus labios una vez más y alimentarse de su propio placer. Sentir su cuerpo, pequeño para él, temblar contra el suyo era una auténtica delicia.
Mientras ella gemía intentando recuperarse él, sin salir de su interior, la llevó con cuidado a la cama, donde la depositó, saliendo entonces de su interior. Mientras él se deleitaba unos segundos con la sensual estampa de su pequeña cachorrita sobre la cama, con la piel brillante por el sudor, el corto cabello alborotado, los labios enrojecidos por los besos y las mejillas arreboladas, ella disfrutaba de la impotente imagen de su capitán, con los músculos hinchados y húmedos, el cabello desordenado y su excitado miembro aún deseoso de más. Ella se incorporó en la cama, dispuesta a recorrer cada centímetro de piel con sus labios, pero él lo evitó al volver a reclinarse, con una sonrisa, acallando las palabras que iba a decir con un nuevo beso. Había noche de sobra por delante para hacer todo lo que quisieran, y lo que él quería era verla disfrutar. Se escapó de sus labios segundos después, comenzando a recoger las gotas de sudor de su cuerpo con sus propios labios y su lengua. Tatiana enloquecía con cada beso, gemía con cada mordisco y sentía su piel arder allí por donde paraba su capitán. A medida que descendía por su torso, sentía su sexo nuevamente humedecerse por la excitación. Nadie salvo él era capaz de provocarla de aquella manera, de hacerla perder el control hasta el punto de no controlar sus propios impulsos, su propio cuerpo.
En cuanto Alewar llegó al centro de su placer y sintió su lengua abriéndose paso entre los pliegues de su sexo, gimió a la par que alzaba las caderas. Alewar sabía lo que se hacía, sabía cómo y dónde besar, cómo morder o con cuánta fuerza sorber su clítoris para hacerla enloquecer. Sentir sus labios rodeando su pequeño y delicado botón, sorbiéndolo hasta hacerla gritar era una maravilla. ¡Cuánto lo echaba de menos durante los meses en los que sus barcos tomaban rumbos distintos!
−Ale, joder… −gimió cuando sintió una descarga recorrerla por completo. Su sexo, hinchado por la excitación, volvía a clamar por sentirlo dentro. Sin embargo el capitán, entre risas, continuó tentándola con su lengua, con sus labios, e incluso con sus dedos, que traviesos se internaron en su interior para sentir su humedad. Entonces Tatiana se incorporó, lo agarró del cabello e hizo que la mirase justo antes de besar sus labios, saboreando su propio placer−. No me hagas esperar más, Ale.
−Me encanta cuando me suplicas, Tatiana. –Tembló al escuchar su nombre en sus labios. Sonaba tan rudo, tan fuerte, que podría estar toda su vida escuchándolo.
Volvieron a fundirse en un beso, uno que duró poco porque Alewar, tan dominante como siempre, la hizo girarse sobre la cama, se colocó sobre ella agarrándola del pelo y embistió de nuevo, haciéndola gritar. Si durante el primer asalto había sido firme, en aquel segundo estaba desatado. Era como si los jadeos de la capitana lo animasen a ser más duro, como si su propio placer dependiera de ella, de sus demandas. Cada vez que ella gritaba su nombre, una descarga de placer lo recorría por completo y embestía con más fuerza. El camastro crujía con cada movimiento, sus corazones latían tan fuerte que parecían estar a punto de explotar, y sus pieles ardían allí donde se rozaban. Alewar se reclinó del todo, apoyándose contra la espalda de Tatiana para poder besar su cuello, susurrar en su oído cuándo la deseaba y cuándo le gustaba sentir su cuerpo romperse por el placer. Y así, entre jadeos y embestidas, los dos capitanes rozaron el cielo con las manos a la vez, cayendo sobre la cama. Durante unos segundos, él la cubrió con el suyo, con cuidado de no aplastarla, y besó sus cabellos con suavidad antes de rodar y tumbarse por completo, mirando al techo. Tatiana entonces, aún con la respiración acelerada, se deslizó para recostarse sobre el enorme pecho de Alewar, cerrando los ojos. ¿Hacía cuánto que no estaban así?
−¿Cuándo te vas? –preguntó ella tras unos minutos de silencio. Él, con cariño, posó la mano sobre los cabellos de Tatiana, deslizándola lentamente hasta llegar a su espalda y atraerla un poco más contra su cuerpo, tomándose unos segundos antes de contestar.
−En dos días. Quiero dejar a unos cuantos hombres aquí contigo –contestó por fin−. Te harán más falta que a mí.
−¿Avisarás a los demás? –Paseó los dedos por su pecho, enredándolos en la espesa mata de pelo que cubría sus pectorales, como una niña distraída a pesar de que la conversación era más que importante.
−Sí´, no puedes montar una resistencia sola. –La vio abrir la boca, como para reprocharle algo, pero él sonrió y habló antes de que pudiera hacerlo ella−. Vas a liderarla, pero necesitas un buen ejército para enfrentar a esos cabrones.
−¿Y tú?
−¿Yo? –Alewar soltó una sonora carcajada que la hizo esbozar una tranquila sonrisa, apenas imperceptible−. Voy a ver a La Hermandad. Conociendo a DeLion nos sentaremos alrededor de una puta mesa a comer finas pastas y té.
−Pero…
−Tatiana –la cortó, mirándola a los ojos−, estaré bien. Vamos a armar nuestro propio ejército. Y yo lo lideraré. –Sonrió ampliamente, hinchando el pecho, lo que la hizo soltar una pequeña risita−. ¿Qué?
−Todos van a querer liderarla. Vas a tener que convencer a todos los grandes.
−Y lo haré –contestó él, muy seguro, antes de tomarla de la barbilla y alzársela con cuidado−. Pero ahora no quiero pensar en ello. No cuando tengo a mi cachorrita desnuda para mí.
−No tienes remedio –contestó ella, recibiendo con gusto el beso que le dio el capitán.
−No he sido yo quien ha dejado una prenda en la habitación del otro –se burló él, volviendo a besarla. Ella, con cuidado, se subió sobre su cuerpo, sentándose a horcajadas sobre su estómago sin dejar de besar sus labios.
−Habrías venido a dejarme tú una de todos modos.
−Odio que me conozcas tan bien –gruñó él, sin perder la sonrisa.
−Mentir está mal, capitán –susurró sobre sus labios, lo que le hizo soltar una carcajada y volver a besarla, dando por finalizada la conversación. ¿Para qué hablar de temas triviales cuando podían pasar el resto de la noche disfrutando el uno del otro? No quería pensar, no hasta haber puesto un pie en Isla Rubí.