Los rayos de sol colándose por entre los agujeros de la destartalada persiana hicieron que la pelirroja se removiese, abrazándose al delicado cuerpo que, desnudo, reposaba a su lado. Su calor la hizo medio sonreír, aún inmersa en ese placentero estado entre el sueño y la vigilia en el que no se sabe qué es real y qué no. Pero la suavidad de un beso sobre sus labios hizo que, finalmente, entreabriera los ojos para darse de lleno con la castaña mirada de su compañera. El aroma a flores entremezclado con el de sus propios cuerpos la hizo recordar lo acontecido la noche anterior y sonrió, devolviéndole el beso a la muchacha segundos antes de estirarse felinamente sobre el lecho. No era la primera vez que Guinevere y ella compartían más que un par de jarras de cerveza y una cena, ni tampoco esa sería la última. La había conocido durante su recuperación en la Galia, mientras vivía en casa de la matriarca de las Laurent, y enseguida habían saltado chispas entre ellas. Gwen era bailarina, la más exótica y sensual que Jacqueline había visto en su vida; la primera vez que la había visto bailar, durante las festividades de la villa y bajo la luz de las antorchas de la plaza, había quedado prendada de su belleza, de sus contoneos, de su mirada castaña y de sus cabellos plateados. Y no tardó mucho en saber que era recíproco.
−¿Te he despertado? –preguntó Gwen, girándose un poco para quedar de costado sobre el colchón de plumas mientras Jacky hacía lo mismo para mirarla de frente, aún algo adormilada, pero con una leve sonrisa en los labios.
−Para nada, ya estaba despierta. –Era una mentira a medias, pero tampoco le había molestado que la despertase así. ¿Quién no desearía hacerlo? Alzó la mano hacia su acompañante, deslizándola lentamente sobre sus cabellos para acariciarlos con suavidad, enredándolos entre los largos mechones para poder deleitarse con su suavidad.
−Has vuelto a tener pesadillas. ¿Seguro que estás bien? –Jacky se limitó a asentir, con la mirada aún perdida en esos mechones con los que estaba jugando. Llevaba teniendo pesadillas desde que Leonardo la había abandonado en medio de la nada, y aunque cada vez eran menos recurrentes, aún no habían desaparecido del todo−. Jacky…
−Estoy bien –la cortó, alzando la mirada hacia sus ojos de nuevo mientras esbozaba una sonrisa−. Las pesadillas se irán cuando haya acabado con él. Mientras tanto debo convivir con ellas.
−Si puedo hacer algo… −Gwen parecía preocupada, y eso la enterneció. Siempre era bastante distante, y no muy social con el resto de gentes del pueblo, pero con ella siempre se había portado de manera dulce. Más de una vez se había planteado pedirle que se fuera con ella, que se subiera a su amada Zorra y surcara los mares a su lado y al de sus chicos. Así podría estar cerca. Así no se preocuparía por ella cada vez que se alejaba del puerto. Pero sabía que su vida estaba allí, en la villa. Sacudió la cabeza y se acercó a la muchacha, haciéndola girar para quedar subida encima de ella. Sus pieles desnudas se rozaron, lo que provocó un escalofrío en ambas y unas pequeñas risas.
−Si te pidiera que hicieras algo por mí te debería una. Y ya te debo demasiadas –bromeó la pelirroja, robándole un corto pero intenso beso que pilló por sorpresa a Gwen. Cuando se recuperó, la muchacha le dio un pellizco en el costado a la pirata, que soltó una nueva risita, encogiéndose.
−Pues aún tengo que cobrarme unas cuantas.
Jacky arqueó los labios en una mueca burlona, reclinándose hacia delante hasta que sus narices chocaron. Pudo notar el aliento de su compañera entrelazándose con el suyo, sus respiraciones acelerarse a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo, mientras sus pechos subían y bajaban rozándose, apretándose, sintiéndose. La piel de Gwen la quemaba, le gustaba su tacto y esa impronta que dejaba en su cuerpo cuando se separaban. Mierda, ¿por qué no podía llevársela?
−¿No quedaste satisfecha con mi pago de anoche? –susurró la pelirroja, de manera tentativa. Rozó los labios de su amante, echándose hacia atrás cuando esta, osada, quiso besarla, robándole un leve gruñido.
−Eso no cubrió ni una décima parte de su deuda conmigo, capitana Laurent –susurró Gwen entonces, siguiéndole la broma y provocando que Jacky soltara una nueva carcajada.
−Entonces tendré que esforzarme más.
***
−Oh, joder…
Sintió una punzada de dolor en la cabeza al intentar abrir los ojos e incorporarse, lo que hizo que se llevase la mano a la nuca. No parecía tener sangre reseca al menos, pero el dolor era agudo y punzante, como si se hubiera dado un buen golpe. ¿Qué diablos había pasado? Con un poco de esfuerzo, consiguió abrir los ojos del todo y enfocar, así que aún sin moverse miró a su alrededor. Estaba tirada sobre un frío suelo de piedra recubierto con paja, la habitación no era muy grande, de piedra a excepción de una pared que daba a un pasillo y del cual la separaba con unos gruesos barrotes de hierro. El rítmico sonido del agua caer gota a gota no muy lejos de donde estaba tumbada la hizo saber que ese lugar tenía hasta goteras. Genial, la habían encerrado. Con cuidado de no hacer movimientos bruscos intentó incorporarse, sintiendo entonces el peso de los grilletes en sus muñecas y en sus tobillos desnudos. El olor a sangre y a orín hizo que sintiera náuseas cada vez que cogía una fuerte bocanada de aire. Sí, sin duda la habían pillado pero… ¿Cuándo?
Intentó hacer memoria una vez estuvo sentada en el suelo. Recordaba la posada en la que había pasado la noche con Gwen y parte de la mañana siguiente. Recordó cómo la bailarina se marchaba antes para evitar que las relacionaran y así no ponerla en peligro. Incluso recordó que, tras salir de la posada, había pensado en acercarse al mercado a comprar algo de comida para llevarle a sus abuelos. Y entonces… algo dulce. ¿Un pañuelo? ¿Unos pasos? Todo estaba muy borroso. Se llevó la mano a la frente, donde sí sintió que tenía unos cuantos chorretones de sangre reseca. Solo esperaba que la herida no fuera demasiado grave.
−¿Ya has despertado, gatita? –Una desagradable voz la sacó de sus pensamientos. Bajó la mano, que aún tanteaba su rostro en busca de más heridas, y alzó la mirada hacia las rejas, donde un grueso hombre, con más suciedad en su ropa de la que ella habría consentido en cualquiera de sus hombres, la miraba con una mueca burlona en sus labios.
−¿Dónde estoy? –Intentando no parecer tan perdida ni dolorida como estaba en realidad se puso de pie. Los grilletes apretaban demasiado y el roce contra su piel era más que desagradable. Aun así, manteniéndose seria, arrastró los pies hacia los barrotes, acercándose hacia el hediondo carcelero que la miraba divertido. Cuando al sonreír le mostró sus dientes putrefactos y pudo percibir el fétido aliento que destilaba, puso una mueca de asco.
−¿Qué más te da, gatita? En unas horas vendrán los hombres de la Inquisición y te llevarán con ellos. –Entonces, antes de que la muchacha pudiera apartarse. El hombre coló la mano por entre los barrotes, la agarró de las mejillas con fuerza y tiró de ella hasta hacer que se golpease contra ellos, arrancándole un gemido de dolor−. Una lástima. Nos habríamos divertido mucho contigo.
El lametón que le dio en los labios hizo que, en cuanto la soltó, se girase hacia el rincón más cercano y vomitase el contenido de su estómago bajo la atenta mirada y las risas de desprecio del carcelero. Había intentado aguantar, los dioses lo sabían, pero que ese ser se hubiese atrevido a mancillarla de ese modo había podido con ella. Demasiados olores desagradables, demasiados miedos agarrándose a su estómago y retorciéndolo.
−Más te vale no ensuciar mucho la celda, gatita. No pienso entrar ahí a limpiar tu mierda –dijo de manera burlona antes de, entre carcajadas, alejarse de allí. Unos segundos después escuchó una pesada puerta cerrarse y el sonido de unas llaves. Se había ido.
Durante unos minutos se quedó allí, de pie, mirando la pared a la que se había acercado. La habían pillado y la iban a entregar a la Inquisición. Estaba segura de que encima pagarían bien por ella. Se estaba asegurando de crearse un buen nombre, y al fin y al cabo su familia materna había dejado una buena impronta en los mares con su nombre. Desde luego debió ser más cuidadosa. Alzó una mano para limpiarse los labios, intentando apartar la desagradable sensación que había dejado el carcelero sobre ellos. Aquel asqueroso hombre había borrado la impronta tan dulce que Gwen había dejado en sus labios y en su cuerpo, sustituyéndola por una sensación de repulsión hacia sí misma. Golpeó la pared con uno de sus puños, con rabia, haciendo resonar las cadenas. ¡Joder! Había sido demasiado descuidada.
Entonces lo oyó, un murmullo, un tarareo inocente e infantil que recorría por completo el pasillo en el que se encontraba su celda. ¿No estaba sola? De un par de zancadas volvió a alcanzar las rejas, agarrándose a ellas. El ruido que provocó el entrechocar de los barrotes con las cadenas que ataban sus manos acalló la vocecilla que tarareaba. Durante dos segundos tan solo pudo escuchar su respiración desacompasada. ¿Se lo habría imaginado?
−¿Holaaaaaa? –Mucho más alta que al tararear, la voz que la había sobresaltado llegó alta y clara, acunada por el eco que las desnudas paredes de piedra que las separaba provocaba. Sí, desde luego era una mujer.
−¡Hola! –contestó ella por pura inercia, apretándose un poco más contra los barrotes, como si así pudiera escucharla mejor.
−¡Hala, es la primera vez que mi eco me responde! −¡Por los dioses! ¿Pensaba que era su eco? Frunció un poco el ceño. ¿Habían encarcelado a una niña?
−No soy tu eco, me llamo Jacqueline.
El entrechocar pesado y lento de unas cadenas contra los barrotes llegó entonces hasta ella. La dueña de la dulce voz se había acercado también para escucharla mejor.
−¡Hola! Jo, qué nombre tan bonito. Yo me llamo Ytzria. ¡Es la primera vez que hay alguien más conmigo!
−Ytzria, dime, ¿cuánto llevas aquí?
−Hmmmm… no lo sé –contestó tras meditar unos segundos−. Creo que mucho tiempo, porque ya no me sangra la cara. ¿A ti te sangra la cara? Cuando pasa duele mucho, ¿verdad?
Pero… ¿qué le habían hecho a aquella pobre chica? Por inercia empezó a mover los barrotes, como si así pudiese desencajarlos. Incluso tanteó la puerta para coger el candado y ver si podía romperlo. Pero claro, no iba a ser tan sencillo, si lo fuera no sería una cárcel. Maldijo por lo bajo y fue a darle una patada a los barrotes, pero por suerte para su pobre pie recordó que le habían quitado no solo las armas, sino también las botas con la daga. Si le hubiera dado la patada con toda la rabia que la recorría, se lo habría roto.
−¿Sigues ahí? –preguntó entonces la muchacha.
−Sí, sigo aquí, Ytzria.
Durante un buen rato –no supo exactamente cuánto−, la jovencita le estuvo haciendo diversas preguntas, buscando unos cuentos que Jacqueline no conocía. Cuanto más hablaba con ella, más segura estaba de que la muchacha no podría ser más que una jovencita, una adolescente como mucho, que había acabado en manos de una panda de monstruos. ¿La estarían buscando?
Y en esas estaba, contándole una de las leyendas del mar que más le gustaban cuando era pequeña, intentando hacer más llevadero ese calvario a la muchacha –al menos quería hacerlo mientras estuviera allí encerrada con ella−, cuando el sonido de las pesadas llaves del carcelero y de la cerradura abrirse hizo que ambas se quedasen calladas, conteniendo el aliento. En cuanto la puerta se abrió, las risas del carcelero junto con las de otros… ¿dos hombres? Sí, parecía que eran dos más, llegaron hasta ella.
−Nada de hacerle daño en la cara –dijo el carcelero, chasqueando la lengua−. Ya tuvimos un incidente y ahora se ha quedado ciega de un ojo. Eso hará que nos paguen menos por ella en el mercado de Kirk.
¡¿Iban a venderla como esclava?! Había oído hablar de la ciudad de Kirk, una ciudad sin ley, levantada gracias a las generosas aportaciones de la nobleza y algunos notables miembros de la Inquisición, donde se traficaba, sobre todo, con seres humanos. Apretó las manos alrededor de los barrotes, con fuerza, mientras seguía con la mirada a los dos soldados que pasaban por delante de su celda directos a la de la pobre Ytzria.
−Tranquilo, no somos tan salvajes, carcelero –dijo uno de ellos, adelantándose, mientras el otro se detenía delante de la celda, mirando a la pelirroja.
−Esta es nueva. ¿También entra en el menú? –preguntó, relamiéndose mientras la tomaba de la barbilla. Era muy atractivo, y posiblemente si se lo hubiera encontrado en cualquier taberna vestido de civil habría compartido con él algún que otro buen rato, pero el trato que le estaba dando y el modo de mirarla, como si fuera un solo trozo de carne, hizo que su sangre hirviese. Sin pensárselo dos veces, le escupió en la cara como toda respuesta−. ¡Serás puta! –exclamó, echando mano de su arma, pero el carcelero lo detuvo.
−No la toques, la Inquisición viene por ella. Os doy media hora, así que ya podéis repartiros bien a esa pobre desgraciada.
−¡No, no, no, no! –los gritos de Ytzria hicieron que apretase más fuerte las manos alrededor de los barrotes−. ¡No, no vengáis! ¡No!
−Tranquila, si colaboras no te dolerá –dijo uno de los guardias, entre risas, tras abrir la puerta de la celda de la muchacha con un chirrido.
−¡Soltadla! –gritó Jacky, intentando nuevamente mover los gruesos barrotes solo con sus manos, llenando el pasillo con el fuerte resonar de sus cadenas golpeando una y otra vez el hierro de su celda−. ¡Dejadla en paz!
−¡Cierra la boca! –exclamó el carcelero, lanzando una palangana vacía contra los barrotes de la celda donde estaba encerrada, haciéndola retroceder por la impresión−. Como no te calles me importará una mierda lo que diga la Inquisición: abriré esa puerta y dejaré que hagan contigo lo que quieran.
Los gritos de Ytzria se alzaron enseguida por encima de las risas de los soldados mientras el carcelero se alejaba, dejándolas solas con aquellos dos salvajes. El terror, la agonía y el dolor con el que iban teñidos los gritos de la muchacha empezaron a hacer mella en la coraza que Jacqueline se había intentado labrar. Podía intuir lo que estaban haciendo, era más que obvio, y mientras ellos disfrutaban de mancillar el pobre cuerpo de una muchacha indefensa, ella gritaba, lloraba y pedía piedad. Pedía auxilio. Y ella no podía dárselo. Cada grito se clavaba en su corazón como si saliese de su propia garganta, cada golpe que escuchaba la hacía apretar los dientes con tanta fuerza que hasta llegaron a dolerle. Al final, encogida en su celda y con los oídos tapados para no escuchar la tortura de Ytzria, rompió a llorar.
Cuando los dos salvajes salieron de allí, dejándolas solas nuevamente, Jacky se incorporó, todavía temblando, y arrastró los pies hacia los barrotes de su celda. El leve llanto de Ytzria llegaba hasta ella, suave pero continuo. Le dolía. Le dolía no haber podido hacer nada, no haber entrado y haberles cortado la polla antes de matarlos. Se lo habrían merecido. Pobre chica… ¿cuánto tiempo llevaría sufriendo aquellas violaciones?
−Ytzria… −Casi podía sentirla temblar. No sabía qué podía hacer, solo quería calmarla, que por un instante olvidase lo que había sucedido. ¿O quizá era ella la que quería olvidarlo? Apretó los labios y apoyó la frente contra los barrotes, aguantando las lágrimas, que, de nuevo, pujaban por salir. ¿Y luego eran ellos los delincuentes? ¿Esos sobre los que debía caer todo el peso de la justicia? ¿Y qué pasaba con aquellos soldados? ¿Recibirían su merecido? No, claro que no… Cogió aire y, de nuevo, volvió a hablar−. Ytzria… ¿quieres que te cuente otra historia? –Su voz salió rota, acompañando al lamento de la muchacha que no dejaba de sollozar. Y aunque esta no contestó, Jacqueline acabó haciendo de tripas corazón y le contó una nueva historia.
***
El sonido de la puerta abriéndose la despertó de golpe. Debía llevar allí encerrada por lo menos un día, y la pobre Ytzria había soportado una nueva visita de un noble que, por lo visto, había pagado una cuantiosa cantidad de dinero para pasar un rato con la presa. Escuchó el tintineo de las llaves del carcelero y sus apresurados pasos.
−Me alegro de que hayan venido por fin, señores. –Su tono había cambiado, era casi temeroso. ¿Habían llegado por fin los soldados de la Inquisición a por ella? −. Como le dije a vuestro señor…
−Cállate y danos a la prisionera. No tenemos todo el día. –Jacky frunció el ceño al escuchar la voz del soldado, que llegó deformada por el eco. El soldado en cuestión tenía un fuerte acento iskando, y no era muy común en la Galia. De hecho Iskandaria era una de las Naciones a las que la Inquisición no había logrado meter mano aún. ¿Qué hacía un oriental entre sus filas entonces?
−Sí, sí, claro, es aquí. −No tardó en ver el orondo cuerpo del carcelero acercarse hasta la puerta de su celda, sacando las llaves de su cinturón para buscar, entre ellas, la que abría la puerta−. Bueno, gatita, ya han venido a por…
Un disparo, olor a pólvora y el pesado cuerpo del carcelero cayó como un saco al suelo. Ytzria soltó un grito y hasta ella se puso en guardia, dando varios pasos hacia atrás hasta chocar contra la pared del fondo de la celda, como si de aquel modo pudiese pasar desapercibida.
−¿Tú estás loco? La idea es no hacer ruido –dijo otra voz, distinta a la primera, esa con un acento gestelio evidente pero menos remarcado. No podía ser.
−¿Ves a alguien más? Porque yo no.
−¿Nadhir? ¿Viktor? –preguntó, casi con miedo, cuando dos figuras vestidas de soldados se terminaron de acercar a la celda, una de ellas pateando el cuerpo inerte del carcelero. Entonces el más alto se giró, quitándose el sombrero y esbozando una amplia sonrisa.
−Por fin te encontramos, pelirroja.
−¡Viktor! –Más que feliz por ver su rostro, Jacky corrió hacia la puerta de la celda, la cual Nadhir estaba intentando abrir, probando una por una las llaves que le había arrebatado al carcelero de las manos−. ¡Habéis venido!
−No íbamos a dejarte aquí, capitana –dijo el iskando, sonriendo triunfal al girar la llave y abrir la puerta de la celda, tendiéndole la mano a su capitana para que la tomara y ayudarla a salir. Lo agradeció, desde luego, porque con las cadenas no era muy fácil pasar por encima del carcelero. Así que con cuidado se cogió de la mano de su compañero y salió.
−Joder, ya pensaba que estaba muerta, en serio.
−Nunca lo habríamos permitido –dijo Nadhir, abrazando su cuerpo en cuanto la tuvo cerca, protegiéndola con sus brazos y besando sus cabellos con cariño−. Estás helada. Viktor, quítale las esposas y los grilletes de los pies.
El iskando le lanzó las llaves a su compañero antes de quitarse el sombrero que aún llevaba y lanzarlo por ahí para después quitarse la aparatosa chaqueta de la guardia de la Inquisición. Viktor no tardó demasiado en dar con las llaves que abrían las gruesas esposas, liberando así sus manos por fin. No se había dado cuenta de verdad de lo mucho que pesaban hasta ese momento. Se miró las muñecas y frunció el ceño; al final le habían hecho unas feas heridas en ambas muñecas que esperaba que no le dejasen cicatriz. Y por el escozor de sus tobillos supuso que allí también habría levantado su piel hasta llegar a rasgar la carne. Pero el hilo de sus pensamientos se perdió cuando su compañero le puso la chaqueta sobre los hombros, acompañando el gesto con un beso en la mejilla. Jacky sintió ganas de llorar de alegría. ¡Estaban allí! ¡Sus chicos habían ido a buscarla! Cuando introdujo los brazos en las mangas de la chaqueta y sintió el calor del cuerpo de Nadhir envolviéndola, suspiró.
−Vamos, hay que salir de aquí.
−¡Espera, Viktor! –dijo ella, señalando hacia el fondo del pasillo. Ahora que lo veía bien no era muy grande, como mucho podría albergar cuatro celdas del tamaño de la suya. Parecía un sitio de paso−. Hay una chica allí, en una de las celdas. Sácala, por favor. Llevémosla a casa de Noni.
−Jacky…
−Viktor, por favor. Hay que sacarla de aquí.
El gestelio dejó escapar un suspiro y asintió, alejándose por el pasillo y mirando celda por celda hasta dar con la de la chica. Se quedó un instante quieto cuando la vio, y aunque no pudo ver su expresión casi pudo adivinarla, porque no tardó en, casi con desesperación, empezar a buscar la llave que abría su celda.
−¿Cómo habéis conseguido estas ropas? ¿Y cómo sabíais que estaría aquí? –preguntó, sin apartar la vista de su compañero.
−Cuando ayer no regresaste nos temimos lo peor. Fui a ver a Gwen y me dijo que te había dejado en la posada esa misma mañana, así que cogí a Viktor y fuimos al puerto. Llevamos esperando allí desde entonces, y no fue hasta esta tarde que llegó una partida de soldados de la Inquisición y les oímos hablar sobre una pirata a la que habían capturado. El resto puedes imaginarlo. –La sonrisa de superioridad de Nadhir la hizo sonreír también, agradecida. Tenía a los mejores compañeros que podía soñar. Se habían enfrentado a los soldados de la inquisición y les habían robado las ropas solo por salvarla. Seguro que cuando no llegara hasta los pies de su señor, el precio por las cabezas de todos subiría.
Entonces los gritos de Ytzria, cuando Viktor abrió la celda, le hicieron alzar la cabeza. Volvía a estar asustada, posiblemente porque se pensaría que aquel enorme moreno quería abusar de ella como tantos otros habían hecho. Inconscientemente se soltó de Nadhir y salió corriendo hacia la celda de la chica. Sí, los tobillos le dolían horrores, y sin los grilletes el viento hacía que las heridas escociesen más, pero necesitaba que se calmase, que entendiese que iban a salvarla, que no tendría que sufrir más.
−¡Ytzria, tranquila, vamos a sacarte de…! –La chica se quedó callada, sí, pero ella también. No era una niña. Debía tener su edad, o al menos eso parecía, y a pesar de su lamentable estado, su desnutrición y sus heridas, se adivinaban sus delicadas curvas bajo los jirones de ropa. Su cabello era una auténtica maraña y, al mirar su rostro, se llevó una mano a la boca, comprendiendo lo que la muchacha dijo, el día anterior, sobre la sangre en la cara. ¡Tenía una herida muy fea en uno de sus ojos! Tendría suerte si no lo había perdido ya.
−¿Jacqueline? –preguntó, con aquel tono infantil que ya había oído. Ella asintió, acercándose y tomando una de sus manos cuando Viktor, con cuidado, liberó sus manos−. ¡Eres tú!
−Soy yo, Ytzria –dijo, alzando la otra mano para podarla en su mejilla y regalarle una caricia que la chica aceptó como si fuera lo más maravilloso del mundo. La chica la miraba fascinada, como si fuera lo más hermoso del mundo, pasando luego la mirada hacia Viktor, que terminaba de liberarla. Si tenía su edad… ¿por qué se comportaba así? «El dolor la ha vuelto loca», le contestó su propia voz.
−¿Ya no van a hacerme daño?
−No, pequeña –contestó ella, sin perder la sonrisa que parecía tranquilizarla−. Vamos a sacarte de aquí.
En cuanto Viktor liberó sus pies, se quitó también la chaqueta y envolvió a la muchacha con ella antes de, con cuidado y sin esfuerzo alguno, levantarla, acunándola entre sus brazos mientras la sacaba de su cautiverio. Jacky esperó a que pasaran por delante de ella para seguirlos, agarrándose a Nadhir en cuanto este se acercó. En silencio y con esfuerzo, la pelirroja subió las escaleras, sin dejar de apoyarse en el pobre iskando que, paciente, cargaba con parte de su peso.
Fuera era ya de noche y la luna los saludó, llena, en lo alto del firmamento, un cielo plagado de estrellas que titilaban dándoles la bienvenida, nuevamente, a la libertad. Tomó una gran bocanada de aire, intentando limpiar con él ese amargo recuerdo, el olor de la sangre y el orín entremezclándose, el de ese odioso y sucio carcelero. Quería oler, una vez más, la libertad de la que volvería a disfrutar cada día. Fue entonces cuando Ytzria se removió, asomándose por encima del hombro de Viktor para mirarla con su único ojo sano.
−Jacqueline –le dijo casi tímida.
−Llámame Jacky –la corrigió, con una sonrisa, tirando un poco de Nadhir para acercarse a Víktor y a su nueva compañera. Porque sí, Jacky ya había decidido que, si la chica quería, tendría un lugar en su pequeño barco.
−Jacky… ¿Me contarás más cuentos?
−Te contaré todos los que quieras, Ytz.