El cielo parecía llorar con nosotros. Esta mañana se desató una intensa tormenta sobre la isla del Gobierno y aún no ha parado. El mar está tan inquieto como yo, que soy incapaz de quedarme sentada en la sala de reuniones mientras espero el turno de viajar hacia Aysbergi. ¿O era a Esiar? Ya no recuerdo quién debe ir a dónde, ni cual viajará antes. Cuando llego a la altura de la silla donde Andrei me había obligado a sentarme hace una hora, me detengo, observando el cómodo nido de madera donde reposa una parte de mí. Su respiración es tranquila y duerme como un bendito. La pelusilla rubía que sale de su cabeza está totalmente despeinada y tiene las mejillas arreboladas por el calor que hay en la sala. Pero sonríe. O al menos me parece que sonríe, en verdad no entiendo mucho de bebés. Mis hijos, al menos los que reconozco como ellos, jamás han sido bebés. Sí pequeños, inmaduros, inestables, pero no bebés. Entonces aprieto los puños y golpeo la mesa con él, rabiosa, mientras las puntas de mi cabello empiezan a arremolinarse, nerviosas, como si una ráfaga de viento marino quisiera crear olas con ellas. Mi hijo. Mi propio hijo está ahora encarcelado, condenado por ser un auténtico imbécil. Yo se lo dije. Su padre se lo dijo. Pero no hizo caso, lo tomó como una tontería y, cuando quiso darse cuenta, las arpías ya habían tomado partido y se unían a las filas de los Elfos Oscuros.
<<¡Grandísimo idiota!>> pienso mientras vuelvo a golpear la mesa con la mano. El pequeño que hay en el nido de madera entreabre los ojos y empieza a emitir un molesto sonido que parece preceder al llanto. Genial, lo he despertado. Y sí, a los pocos segundos, el pequeño rompe a llorar, gritando tan fuerte que su llanto empieza a taladrarme los oídos. Suelto un resoplido, molesta, cuando una joven, vestida con la túnica de la Torre de Puerto Sirenas se acerca a coger al pequeño y a acunarlo entre sus brazos. Entonces recuerdo que no estoy sola.
−No os preocupéis, mi señora –dice tímidamente, con una voz tan suave que me recuerda al murmullo del viento−. Yo me encargaré de él.
No contesto, sino que me quedo en silencio mientras la observo. La chica no debe de tener más de… ¿cuánto? ¿Veinte años? ¿Y se va a hacer responsable, en un mundo hostil y desconocido, de algo tan importante como una parte de mí? Entreabro los labios, dispuesta a soltar un bufido, cuando la voz de Andrei se alza a mi espalda.
−Esto… Elisa te llamabas, ¿verdad? –La chica asiente tímidamente, mirando hacia mi hermano fascinada. Andrei siempre provoca eso en los humanos. Y en cualquier raza. El halo de luz que parece emitir es como un bálsamo para los corazones de los mortales. Pero no para el mío. Y lo sabe−. ¿Por qué no vas a las cocinas a ver si le dan algo? Quizá el pequeño tenga hambre.
−Sí señor –asiente sin titubear, girándose hacia el enorme portón, custodiado por dos de los guardias del Gobierno, y desapareciendo tras ella. Es entonces cuando me permito girarme hacia mi hermano, con el ceño fruncido. Él me sonríe, y aunque aún hay restos del cansancio en su rostro, sus ojos azules brillan, brillan tanto que parecen querer cegarme. Es como si en ellos encerrase al cielo azul iluminado por el radiante sol del verano.
−Ibas a descargar toda tu frustración sobre esa pobre hechicera, Arshi. Solo he evitado que te vea como un monstruo.
−No soy un…
−Lo somos –me corta antes de que continúe−. Lo somos si en época de guerra tratamos mal a quienes intentan ayudar. Y más aún si tratamos tan mal a una persona que lo va a dejar todo atrás por el bien de nuestro mundo.
−Odio que seas siempre tan calmado. –Mi resoplido le hace reír, lo que consigue que, de alguna manera, suelte algo de tensión en ese resoplido. Es entonces cuando me fijo bien en que no tiene los brazos cruzados, sino que lleva, entre ellos, otro bebé. En vez de dejarlo en la cuna, lleva todo este rato con él en brazos, bien tapado, protegido. Me acerco un paso hacia él−. ¿Qué es?
−¿Qué va a ser? Un bebé –me contesta, burlón, lo que hace que le dé un pequeño puñetazo en el brazo−. ¡Au! Ni una broma se te puede hacer cuando estás de mal humor, ¿eh? –Se queja, bajando la mirada hacia el pequeño bulto que reposa entre sus brazos y esbozando una sonrisa aún mayor−. Es una niña. Emma.
−¿Le has puesto nombre?
−¿Tú no? –Parece sorprendido y yo me encojo de hombros. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a encariñarme de un bebé humano que se van a llevar de mi lado tan solo por llevar una parte del mar con él? Niego con la cabeza y él resopla−. Volverán, Arshi, y entonces tendremos que convivir con ellos. ¿No será mejor que se lleven de nosotros algo más que nuestra naturaleza? ¿Qué cuando vuelvan, y susurremos sus nombres, sientan que un lazo nos une?
Me sorprende que a pesar de todo siga teniendo esa calma. Ni ha pestañeado. Es como si fuese ajeno a todo, a lo que ha sucedido, a la situación de nuestro mundo. A su situación. Anael está también bajo arresto, no va a poder estar con ella en muchos años, demasiados años. Como yo tampoco voy a poder estar con mi hijo. Parece leerme la mente, porque sonríe y alarga una mano para posarla sobre mi hombro.
−Estoy bien. Estaremos bien, Arshi. Y ellos también.
Un silencio más largo del que me hubiera gustado cae sobre nosotros. Quizá él lo lleve bien, quizá no le importe, pero yo no puedo olvidar que he tenido que luchar contra mi hijo. Que he visto morir, en una guerra absurda, a demasiados seres que se movían por una falsa promesa. ¿De verdad se creían que bajo el mando de una raza tan beligerante iban a vivir mejor? ¿Que buscar llevar las sociedades al extremo contrario les hará vivir en paz? ¡Mortales ignorantes! La paz está en el equilibrio, en la igualdad, no en los extremos.
Entonces, un par de golpes en la puerta hacen que los dos nos giremos de golpe hacia ella. No creo que sea la chica que se ha llevado al pequeño mortal, la guardia la habría dejado entrar sin más. ¿Vienen ya a por nosotros?
−Adelante –dice Andrei mientras se acerca hacia la puerta, con la pequeña en brazos. El enorme portón se abre, asomando la cabeza uno de los guardias, que carraspea e inclina la cabeza ante nosotros.
−Mis señores, hay un hombre que dice venir a ver a la dama del mar.
¿A mí? ¿Quién querría venir a verme y más con la que está cayendo?
−Que pase. –Andrei se gira hacia mí, sonriendo, y me guiña el ojo. ¿Qué has hecho ya, hermano? −. Os dejaré solos.
Con la niña entre sus brazos y tras dar la orden de que nadie nos moleste hasta que yo lo diga, traspasa el umbral de la puerta, perdiéndose por el pasillo, justo antes de que aparezca por ella la persona que menos podría imaginarme. Me quedo pasmada, sin respiración al verlo. Está vivo. Ha sobrevivido a la guerra. Lleva el pelo algo más largo de lo que recordaba, aunque también puede ser porque el pobrecito viene totalmente empapado. Los mechones se pegan a su rostro, afilado, enmarcando esos dos preciosos ojos zafiro que me miran con picardía. Sus labios, adornados con su habitual perilla, están curvados en una amplia sonrisa, una sonrisa que nunca me he cansado de besar y que, al verla, me hace recordar lo mucho que la echo de menos. La puerta se cierra a su espalda y, sin pensármelo dos veces, corro a su encuentro, refugiándome entre sus brazos, apoyándome contra su duro pecho. Suspiro. Siempre se me olvida lo cálidos que son los brazos de los mortales.
−Me alegro tanto de verte, Michel –susurro−. No sabía nada de ti, y pensé que la guerra…
−Nadie puede matarme, preciosa. Y mucho menos si navego sobre el mar. –Su sinceridad, aunque me hace gracia en cierto modo, me abruma. Es como si realmente creyera que el mar lo protege. Que yo lo protejo.
Se aleja un poco de mí, lo suficiente como para soltar mis caderas y tomar mis mejillas, acariciándolas como si nunca antes lo hubiera hecho. Rozándolas con tanta ternura como si temiera que fuese un sueño. Eso me hace temblar. Michel siempre ha sido un hombre delicado, atento y cariñoso conmigo. Me ha demostrado su amor por el mar, por mí, de mil y una maneras, pero creo que la que más me impresiona siempre es esta: cuando tan solo me mira y se deleita acariciando mi piel. Alzo mis manos, posándolas sobre las de él, apretándolas contra mis mejillas. Está aquí, mi joven pirata ha vuelto a mis brazos una vez más.
−Arshi. –Me encanta cómo suena mi nombre en sus labios.
−Michel –susurro en respuesta.
−He venido a despedirme. –Un momento… ¿Qué? Abro los ojos de golpe mientras siento el corazón latiendo contra mi pecho con fuerza. Fuera el mar parece sentir mi turbación, porque las olas rompen con más fuerza contra el acantilado. El silencio momentáneo que cae sobre nosotros es roto tan solo por un estruendoso trueno−. Andrei me ha contado todo: lo de los pilares, los niños, vosotros,…
−Michel, no… −Me tapa la boca con un dedo, sonriendo, cortando así mi protesta.
−Lo he hablado con Syuzana y los demás y les parece bien. No quiero que una parte de ti crezca sola en un mundo hostil y tan diferente como el que hay tras las barreras de Emuy. No si yo puedo evitarlo. Dile a los que fueran a cuidarlo que no hace falta que dejen atrás sus vidas: ese hijo ya tiene alguien que cuidará siempre de él.
−Michel –digo una vez me libro de su mano, alzando las mías para coger sus mejillas. Me duele, me duele ver que lo deja todo atrás, que quiere cambiar su barco por una cárcel, por un mundo que no es el suyo−, no quiero que lo hagas. No quiero que dejes atrás tu libertad por mí. Ni siquiera por eso, por una parte de mí. No puedo pedirte algo así.
−Y no lo has hecho, Arshi. Jamás. Es una decisión que tomo yo libremente. Mi vida, mi libertad, reside en mi amor por el mar. Y no puedo demostrarlo de mejor modo que cuidando de una parte de él. –Apoya su frente contra la mía y eso me hace suspirar, cerrando los ojos. ¿Desde cuándo su voz ha sonado a despedida?−. Déjame demostrarte, una vez más, cuánto te amo.
−Michel…
−Lo único que voy a echar de menos es escuchar tus reproches –susurra, con burla, y eso me hace reír un poco. Cuando pasa sus manos por mis mejillas, me doy cuenta de que estoy llorando. Por él. Por mí. Por su libertad. Nos miramos un instante a los ojos, con cariño, y nos besamos. Me besa como si fuera la primera vez, con calma, con dulzura. Sus labios saben a sal, su cuerpo es aún más cálido de lo que recordaba y su corazón late tan fuerte que siento que va a atravesar su pecho para abrazar el mío. Nuestras lenguas se enredan en una apasionada danza, nuestras manos bailan en el cuerpo del otro buscando apartar las ropas que impiden que reconozcamos una vez más nuestras pieles, nuestros cuerpos. Una última vez. Quiero grabarme a fuego su tacto, sus besos, su sonrisa y su mirada. Quiero poder cerrar los ojos y verlo tan vívido como ahora mismo. Y allí, con la tormenta de fondo y el mar embravecido golpeando contra el acantilado, nos dejamos envolver por el otro una vez más, nos despedimos sin palabras, tan solo con besos, caricias y el sabor de nuestras lágrimas.
***
Dos horas después, una pequeña embarcación nos lleva hasta Aysbergi. Aunque la tormenta sigue asolando Emuy, y en esta zona el agua se ha convertido en nieve, los leviatanes nos han acompañado para evitar que la embarcación se hunda. Andrei no ha soltado a la pequeña Emma, acompañado por el hermano pequeño del jefe de los Licántropos, Kalyan, y por Laila, una glaisting que, a pesar de contar con más de doscientos años, apenas aparenta unos treinta humanos. Ellos cuidarán de la pequeña. Yo, sin embargo, voy detrás, cruzada de brazos, mientras Michel acuna al pequeño Noah. Al final le hemos puesto nombre. Bueno, él ha ido diciendo nombres y yo he acabado por elegir el que más me gustaba. Aún no soy consciente de que se va, pero lo hará.
En cuanto nos bajamos, los guardias nos separan: Andrei acompañará a Emma y a sus cuidadores a una brecha y yo acompañaré a Michel y a Noah a otra. No sabemos dónde los llevarán, pero esperamos que no lleguen a lugares cercanos. Los niños no pueden conocerse. No deben hacerlo. No hasta que llegue el momento.
Caminamos en silencio durante al menos media hora, con la nieve cayendo sobre nosotros. Michel abraza un poco más al pequeño, que tiene el rostro enrojecido por el frío. Me fijo entonces en su perfil, en su expresión segura y en la determinación que brilla en sus ojos. Quiere hacerlo, no hay manera de que pueda detenerlo. Tampoco querría, ¿qué ganaría obligándolo a quedarse a mi lado? ¿No sería eso, también, quitarle su libertad? No, no quiero que se quede si no quiere, pero eso no significa que no vaya a echarlo de menos. Aun contando con más de dos mil años, dieciocho años sigue siendo mucho tiempo.
Por fin, y tras una buena caminata, llegamos a la brecha. Realmente impresiona. Es como un vórtice, como una auténtica brecha en nuestra realidad, pero no es más que la magia desapareciendo, desestabilizándose y reflejándose en distintas zonas de nuestro mundo y del que hay allí fuera. Del mismo que nos echaron. Del mismo que rehuimos. Espero que Michel sepa adaptarse. No sé cómo será el mundo humano a día de hoy, ni cómo habrá avanzado eso que llamaron tecnología los últimos náufragos que aparecieron en el Mar Sombrío hace sesenta años ya. Pierdo el hilo de mis pensamientos cuando escucho a los guardias carraspear y alejarse un poco. Al menos tienen el detalle de dejar que nos despidamos en la intimidad. Michel se acerca hacia mí, sonriendo.
−No es un adiós, preciosa –me dice, con una sonrisa triste−. Es solo un hasta pronto.
−Son dieciocho años, Michel… −digo, tomando su rostro entre mis manos una última vez.
−Lo soportaré. Y cuando vuelva, seré aún más atractivo –bromea, guiñándome el ojo. Yo sonrío, reclinándome tras soltarle para besar la frente del pequeño, que entreabre los ojos como si supiera que no volveremos a vernos hasta dentro de mucho, que se sentirá incompleto hasta entonces.
−Noah, espero que seas un buen chico. Crece libre, feliz, y haz siempre lo que te dicte tu corazón. –Beso su naricita, lo que parece hacerle reír, antes de incorporarme y mirar hacia Michel−. Vuelve.
−Lo haré. Sabes que no puedo vivir sin el mar. –Se acerca hacia mí para poder rozarme con sus brazos pese a tener al pequeño entre ellos. Yo asiento, tragando saliva, y me acerco a besar sus labios. Es una despedida, lo sé, mi corazón lo sabe. Y aunque este espera volver a verlo, la razón me susurra que podría no regresar. Y eso me rompe un poco más por dentro. Le suelto cuando escucho el estallido de un nuevo trueno y nos miramos a los ojos. No hace falta decir nada más. Ya nos lo hemos dicho todo. Con una sonrisa se gira y, apretando un poco más al pequeño entre sus brazos, se aleja de Emuy, de mí, y del mar que lo vio nacer.