Esta noche el cielo está totalmente despejado, sin una sola nube que tape las estrellas, que titilan al ritmo acompasado de mi respiración. A mi alrededor todo es calma, silencio, esos que preceden a la tempestad que está por desatarse. Sé que después de todo lo que ha sucedido debería sentirme bien, disfrutar de esta inesperada familia que he encontrado, pero la vida me ha enseñado que todo es temporal, y que tras los periodos de calma, la tempestad azota cada vez más fuerte. Y esta vez sé que, en cuanto se desate, me engullirá por completo. Aun así no tengo miedo, ni siento ansiedad, porque sé que cuando llegue ese momento, por fin podré descansar junto a mis hermanas. Cierro los ojos durante unos segundos, dejándome envolver por el suave y cálido viento de esa noche, que me roza con la delicadeza de la seda. Disfruto del suave aroma a libertad que tantos años llevo ansiando, que me persigue en sueños, y aunque una pequeña voz me dice que no es real, que no soy libre, decido acallarla y disfrutar de esa noche, de la paz que me envuelve. Solo una noche más.
Entonces los oigo: pasos. Pasos que se acercan a donde estoy yo, ligeros, apenas audibles, junto con el suave sonido de la tela al ser mecida por el viento y los movimientos de mi hermana. Abro los ojos, mirando a mi lado, donde Ligeia toma asiento como tantas otras noches. Me mira, con la leve sombra de la tristeza en sus ojos, y luego mira hacia el cielo, hacia las mismas estrellas que yo observaba hasta hace unos segundos. Sabe que el final se acerca. Sabe que haré lo posible por salvarlas a todas ellas: a mis hermanas, a Orión, a ella misma. Y aunque lo acepta, aunque lo comprende, también sé que le duele pensar en ello. Y en eso estoy pensando cuando sus suaves dedos se deslizan sobre mi mano, buscando entrelazarse con los míos, cosa que le permito sin dudar.
−¿Has oído hablar de las almas gemelas? –pregunta de repente, rompiendo el silencio que nos rodea. Giro el rostro hacia ella y niego con suavidad. No ha apartado la mirada del cielo y eso me permite observar su perfil, cómo su largo cabello cae, enmarcando su rostro de delicadas facciones, cómo mantiene los labios cerrados, relajados. Como veo que no continúa, carraspeo un poco y miro hacia el cielo también.
−No –susurro, y entonces siento cómo su mano aprieta la mía y cómo se mueve, acercándose más a mi cuerpo. Como tantas noches, allí sentadas, rozándonos de manera inocente y con nuestras manos unidas, nos perdemos en sus historias, en esas que la han mantenido viva y la han hecho sentir libre de su encarcelamiento.
−Se dice que antiguamente, en el principio de los tiempos, existían unos seres que eran dos seres en uno solo: a veces hombre y mujer, otras hombre y hombre y en otros casos mujer y mujer. –La escucho en silencio, dejándome acunar por sus palabras, por ese tono de voz que parece adentrarse en lo más hondo de mí alma para calmar la quemazón de mis cicatrices−. Un día esos seres desafiaron a Zeus intentando adentrarse en el Olimpo, así que él desató una violenta tormenta que cayó directamente sobre ellos. Los rayos que impactaron contra sus cuerpos los dividieron en dos para siempre. De ahí, se dice, nacen los humanos, condenados para siempre a buscar a su “otra mitad”.
−¿Y tú crees que es así? –pregunto curiosa, con la mirada perdida en el cielo. Lo cierto es que tras ver lo rápido que cayó Zeus en nuestra trampa, me cuesta verlo como ese ser temible y poderoso del que hablan todas las historias.
−No –contesta Ligeia tras unos segundos de silencio−. No creo que haya una sola persona para cada uno. –Giro el rostro hacia ella, curiosa, encontrándome de lleno con sus ojos, que no me quitan la vista de encima. La tengo cerca, tanto que casi soy capaz de respirar el mismo aire que ella; tanto que me parece escuchar su corazón latiendo al mismo ritmo que el mío−. Creo que a lo largo de nuestra vida podemos sentir un fuerte vínculo con diferentes personas, no solo con una.
−Te entiendo –contesto, sin dejar de mirarla. Parece mentira que mi tiempo a su lado se acabe, así que aprovecho para recorrer cada detalle de su rostro con mi mirada, para deleitarme con la manera en la que su pecho se hincha al respirar, con su postura, como si nunca antes la hubiese tenido delante.
Siento el apretón de su mano sobre la mía y sé, como siempre, que sobran las palabras. Con Ligeia no tengo que hablar, tan solo una mirada basta para que nos entendamos, y creo que advierte claramente que no nos queda mucho tiempo juntas. Creo que, como yo, sabe que esta pequeña y extraña familia que hemos formado está a punto de romperse. Lo que no me espero es que se recline hacia mí como lo hace, que roce mis labios con los suyos con la delicadeza y el temor con los que lo hace y que haga que algo en mi interior se remueva fuerza, algo que parecía dormido hasta este mismo momento. ¿Siempre ha estado ahí?
Cuando se separa veo sus mejillas, algo oscurecidas por el rubor. Agacha la mirada, avergonzada, y está a punto de decir algo, seguramente de disculparse, pero no dejo que lo haga. Con más seguridad que ella, pero no con menos ganas, soy yo la que me reclino para volver a unir nuestros labios en un beso, algo más apasionado, pero no menos delicado. Su gemido de sorpresa me hace sonreír. Su inocencia me hace querer abrazarla y protegerla a toda costa. Su nerviosismo se hace patente cuando aprieta con más fuerza mi mano, como si temiese caer al vacío de no estar aferrada a ella. Así que para que se sienta segura, para que no tema caer en el vacío que se abre en sus propios sentimientos, tiro de ella hasta sentarla sobre mi regazo, a horcajadas, apoyando mi frente sobre la suya. Nuestras miradas se cruzan, se entremezclan nuestros alientos, bebiendo el uno del otro, y soy capaz de vislumbrar el torrente de emociones que se esconden tras sus cristalinos ojos. Alzo la mano libre para posarla en su mejilla, grabándose a fuego en la mente su tacto, su forma y la manera en la que cabecea, cerrando los ojos, en busca de un mayor contacto. Deslizo el pulgar por sus labios, entreabiertos, enrojecidos por el apasionado beso que le he robado. Me llama en silencio, todo su cuerpo lo hace, así que con la misma pasión que antes abordo sus labios con los míos, dejando que la sensación que se despertó en mi interior con el primer beso, crezca con cada nuevo roce de nuestros labios, con el primer contacto de nuestras lenguas. Su besos son inexpertos, tímidos, inocentes e incluso diría que temerosos, pero a pesar de lo que pueda creer no me importa. No me importa porque su inocencia me abruma, me conmueve, me hace desearla aún más.
Soltamos nuestras manos para poder abrazarnos con fuerza, así que, sin separarme de su boca, rodeo su espalda con los brazos para atraerla contra mi pecho mientras ella hace lo mismo con mi cuello, rodeándolo, tirando de mí como si quisiera anclarme a ella. Siento su cuerpo, delicado, temblar entre los míos; su pecho, agitado, apretarse con fuerza contra mí. Mis dedos arden, la túnica que cubre su cuerpo me sobra, y aunque sé que no es el mejor lugar para hacer esto, es nuestro lugar, es el único sitio donde somos nosotras mismas, así que ansiosa por recorrer cada rincón de su cuerpo, deslizo ambas manos por su espalda hasta el comienzo de sus nalgas, tirando de la túnica para levantarla y poder deshacerme de ella. Ligeia, con manos temblorosas, desata los cordones dorados que la mantienen atada a su cuerpo, dejándolos caer a un lado. Me deshago por completo de su túnica y, antes de dejar que retire la mía, me tomo unos segundos para admirarla, para observar su delicado cuerpo y recorrer con mi mirada cada curva, cada pliegue, cada cambio de tono por las luces y las sombras. Es preciosa. Tiembla más aún entre mis brazos y por un momento temo ir demasiado deprisa para ella, pero cuando entreabro los labios, dispuesta a preguntarle, ella, que siempre parece leer mi mente, posa su mano sobre mi boca para acallar mi pregunta, sosteniendo mi mirada un par de segundos antes de sustituirla, una vez más, por sus dulces labios.
Mi ropa no tarda en unirse a la de Ligeia, a nuestro lado. Siento un escalofrío recorrer cada fibra de mi cuerpo cuando ro piel roza la mía, cuando siento sus tersos muslos rodeando mi cadera, su pecho rozando el mío. A medida que nuestros besos se hacen más urgentes, sus manos se vuelven más osadas y se atreven a recorrer mi piel, acariciando y reconociendo cada cicatriz, haciéndome temblar bajo el tato de sus dedos. Su respiración se agita tanto como la mía y, cuando me aparto de sus labios para besar su cuello, la oigo suspirar de placer. Deslizo mis dedos por sus muslos hacia su cadera y la siento temblar de nuevo, ansiosa. Su piel se ha erizado y no solo por el suave viento que nos acompaña. Así, en la postura en la que está, puedo acceder sin problemas a los rincones más ocultos de su cuerpo igual que tantas veces ella ha accedido a los de mi alma, así que aprovecho que se separa ligeramente de mí cuando mis besos se deslizan por su clavícula para colar una de mis manos entre nuestros cuerpos y rozar su vientre. Un nuevo temblor y un pequeño gemido que escapa de sus labios me dicen que voy por buen camino, que desea mi contacto tanto como yo el suyo. Y no me detengo. Mis labios sigues su descenso, buscando sus delicados pechos para cubrirlos de tantos besos que pueda sentirlos incluso en mi ausencia. Suena egoísta, pero quiero dejar mi impronta en su piel, que me sienta siempre a su lado aunque yo ya no esté. Quiero que me recuerde, que cuando se sienta sola recuerde esta noche, este momento y este lugar y sonría.
Mis labios llegan por fin a su destino y, en cuanto rozan la sensible piel de su pezón, que ha salido a recibir mis besos, Ligeia gime, y su voz ronca, entrecortada y tintada con el placer que siente me hace sentir viva y excitarme aún más. ¿Cómo puedes conseguir algo así, Ligeia? ¿Cómo es posible que el simple sonido de tu vos, tus labios entreabiertos o la luz de la luna iluminando el contorno de tu cuerpo me hagan sentir tanto? Quiero devolverle cada sensación, quiero hacerle sentir en su propio cuerpo lo que ella provoca en el mío. Así que mientras me deshago en besos y leves mordiscos en sus pechos, giro con ella para, con cuidado, recostarla sobre el tejado, con mucho cuidado. No me importa estar al aire libre, bajo las estrellas. Nadie nos ve. Ni siquiera las diosas pueden vernos. Me aparto lo justo para volver a admirarla allí, tumbada para mí, con las mejillas arreboladas y los labios nuevamente entreabiertos. Me tomo nuevamente unos segundos para acariciar su cabello y deslizar esa mano hacia su pecho. Mis dedos la hacen temblar con su simple roce, y la piel sobre la que pasan reacciona de nuevo erizándose. Es tan bella que es casi un pecado no amarla. Enseguida siento su mano también sobre mi piel, acariciando mi costado en dirección hacia la cicatriz que cruza mi pecho, esa que ocupa el lugar de mi seno. Cuando sus dedos llegan allí, rozan la insensible piel como si fuera a romperse, como si el simple hecho de rozarla fuera a reabrir la herida. Y eso me hace sonreír. Nunca antes había sentido tanto con unas caricias tan sencillas, tan delicadas. Ligeia es única y la amo tanto que sé que me dolerá dejarla atrás. Tomo entonces su mano con ternura, esa misma mano que me tendió la primera vez que nos vimos, cuando aún éramos dos perfectas desconocidas, y beso su palma una vez, con amor. No sabe lo mucho que cambió mi vida un gesto tan sencillo como aquel.
Vuelvo a reclinarme sobre ella para besar sus labios brevemente y recorrer con ellos de nuevo el camino desde allí, pasando por sus mejillas y su cuello –donde me deshago en besos y leves mordiscos− hasta sus pechos, los cuales cubro de besos una vez más, esta vez más osados, mordisqueando su piel, tirando de ellos con los dientes hasta arrancarle esos gemidos que me hacen temblar. Y entonces mi mano, esa que estaba dibujando un mapa de caricias sobre su piel, se cuela entre sus piernas para acceder el centro de su placer. Su vello me hace cosquillas en los dedos y siento que se tensa, bajo mi cuerpo, cuando nota mis dedos aventurarse a rozar sus labios vaginales. Me mira y yo vuelvo a subir a su boca mientras mis dedos se van abriendo paso, disfrutando de su humedad, de su calor y de cómo se encoge con cada caricia. Sus gemidos son cada vez más continuados, más sonoros, así que la beso para beber de ellos, para sentir sus gemidos en mi propia piel, en mi cuerpo. A medida que recorro su intimidad, que me cuelo en ella y la exploro a fondo, Ligeia se va dejando llevar por el placer. Disfruta de cada caricia y eso me hace feliz. Descubre el placer de mi mano y se deja guiar, totalmente entregada a mí, confiando en que sabré hacerla sentir más libre que nunca. Y cuando alcanza el cielo con cada fibra de su cuerpo, estalla, como nunca antes, haciéndome partícipe de su placer con sus besos, con su intimidad atrapando mis dedos en su interior, como si no quisiera dejarme escapar. Miro sus ojos, fijos en los míos, con el placer reflejado en ellos. Sí, esa imagen, esa mirada, es la que quiero recordar el resto de mis días, por pocos que sean.
Cuando su respiración se normaliza nos besamos de nuevo, sin prisas, pero cuando quiero levantarme ella me lo impide, rodeando mi cuello con ambos brazos y atrayéndome una vez más hacia ella. Sorprendida y divertida por su repentina osadía, ladeo la cabeza.
−No quiero que te vayas, Asteria –susurra sobre mis labios, robándome un corto pero intenso beso. Yo se lo devuelvo, acariciando su cabello a la vez.
−Ligeia… −intento decir, pero ella me acalla con un nuevo beso, negando después.
−Quédate conmigo. Aunque solo sea esta noche. Déjame hacerte volar como has hecho tú. Déjame darte la libertad que he saboreado a tu lado. –Sus manos rozan mis mejillas, recorriéndolas con las yemas de los dedos−. Solo una noche, Asteria.
¿Cómo puedo decirle que no? Es imposible hacerlo cuando yo también siendo la necesidad de pasar cada segundo a su lado, beber de su placer, de sus labios, dormir sintiendo el calor que desprende su piel. Me reclino para besar sus labios una vez más, con suavidad, antes de separarme.
−Una noche –susurro.
−La única en la que la libertad tendrá el nombre de tus besos, Asteria.